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kanaima

Cánceres

La Costa de Sol, vista desde el aire, debe parecer, supongo, un inmenso órgano devorado por algún tipo de tumor de hormigón. No hay lugar para respirar, hasta el aire se ha vendido. Todo es especulable: playas de propiedad privada, parques convertidos en aparcamientos con carteles en ingles, apartamentos vacíos a la espera de la llegada de los compradores o alquiladores del norte.

En las calles, importantes mafiosos se cruzan dos por tres con turistas de tres al cuarto, de esos que a la vuelta a Londres exhibirán sus trofeos: sombreros mexicanos que, según explicarán, es la prenda más típica de los nativos de las costas andaluzas; banderas españolas con la silueta del toro de Osborne, porque en Málaga todo el mundo aspira a ser torero y no hay quien no tenga algo de ganado.

Los magos más capaces de convertir el dinero del narcotráfico, la trata de blancas o la venta de armas en apartamentos para el turista del norte tienen su residencia en éstas playas, aunque playa es lo que menos queda. Los grupos municipales, es decir, Partido Popular (los especuladores herederos del fascismo), el Grupo Independiente Liberal (los especuladores abiertamente fascistas) y otros grupos independientes (que es como se le llama, en Málaga, a las secciones locales de las mafias urbanas) aplauden hasta despellejarse las manos cada nuevo metro cúbico que la hormigonera roba al monte o a la costa. No hay plan de urbanismo que no trate por todos los medios expulsar a los intrusos: pescadores o pequeños comerciantes que quien sabe cuantas generaciones han vivido a la orilla de las montañas y del mar.

¿Cuántos jóvenes se plantean el vivir durante toda su vida en Málaga? El único empleo posible es en hoteles o restaurantes, sin seguro ni contrato, esperando a la puerta del negocio a que el jefe se digne a elegirte por ese día como asalariado por un sueldo que si no es de hambre es de humillación; o de obrero en la construcción, sin ningún tipo de seguro para la vida, y en donde si caes al vacío serás una estadística, una baja más en la guerra contra el propio suelo que pisamos. ¿Castigo para los que incumplen los convenios de seguridad laboral? En una obra, un trabajador (inmigrante, indocumentado, incontratado) murió en uno de los tantos accidentes laborales. No tenía la más mínima de garantía para su seguridad. No hubo culpables: el muerto, afirmó el capataz, no era un trabajador, era un transeunte que se había colado en una zona indicada como peligrosa por las obras, por lo tanto la responsabilidad era completamente suya. El "transeunte" había caido desde un andamio de diez pisos y llevaba las herramientas a la cintura.

Los empresarios de la construcción son campeones de los reflejos. Nadie podría, por más que lo intentara, colocar en tan pocos tiempo las medidas de seguridad que cinco minutos antes, cuando murió el empleado, no estaban. Mire, señor inspector, todo estaba en regla. Ahora, señor juez, si fuera tan amable de apartar el cadaver para que sigamos trabajando...

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